Y entonces llegaron los reyes de España, Juan Carlos y Sofía, o como les gusta llamarles a los cursis, SSMM don Juan Carlos y doña Sofía, y el abucheo que éstos y el himno sufrieron fue ensordecedor.
Nadie quería hablar de ello. Nadie quería darle publicidad ni elevarlo a la categoría de suceso noticiable al cual prestar atención. A pesar de todo todos acabamos sucumbiendo a la inmediatez, a lo extraño y anormal del hecho. Tras la chapuza informativa de Televisión Española del pasado mayo, Chema Abad, director de deportes de RNE, se afanaba en aclarar que todo lo escuchado se correspondía con todo lo sucedido en el Baracaldo. Bien está lo que bien se aclara.
Se repiten esperado y previsible, adjetivos resignados para el sustantivo sabotaje. Un sabotaje es un sabotaje, a pesar de que algunos sólo vean el sabotaje fascista en el acto ajeno y nunca en el propio. Y un himno es un símbolo, tan artificial, temporal y humano como lo pueda ser una receta de cocina, pero un símbolo. Cualquier sabotaje a un símbolo, en el contexto que nos ocupa, tiene algo de mala educación, de intolerancia, de ignorancia, de pueril e incluso de frustración mal canalizada. Hay quien relativiza pero respeta los símbolos ajenos -no conozco a nadie que abuchearía al himno de las Islas Mauricio-, y los hay que boicotean los propios.
Y ya estamos a vueltas con los nacionalismos. Se mire por donde se mire, el nacionalismo es arcaico, extremo, simple y simplificador, visceral y coactivo. No lo hay ni de primera ni de segunda calidad. Es un ente que sólo puede ofrecer cierto bienestar momentáneo cuando se es frente al otro, cuando inconscientemente los individuos creen vivir al amparo de un algo protector, que en algunos casos ellos le llaman provocación u opresión y yo falta de paz interior pasa a la ofensiva en forma de silbido en el mejor de los casos. Dramatizar lo del Bizkaia Arena es exagerado, pero tildarlo de normal también. Abuchear al propio jefe de Estado, y lo que a mi entender es más grave, al propio himno, gusten o no gusten sus acordes, es a todas luces anormal.
El buen aficionado a los deportes sabe que no es lo mismo silbar a los jugadores contrarios que al himno del contrario. Sucede como con las madres, que es elegante no mentarlas.
Hermann Hesse es brillante al respecto. Ante las Cartas de odio que los cachorros del nacionalismo alemán más rancio le enviaban ya en 1921, él escribía: “Cabría pensar que se trata de […] manifestaciones ingenuas de una borrachera juvenil con palabras teatrales. Pero sería pensar con demasiado optimismo, detrás de estas frases hay […] una terquedad fuerte, enfermiza y, por cierto, bastante neurasténica”. Es una “extraña necesidad” el odio que algunos vomitan tan a la ligera. Les compadezco.