Los individuos necesitamos sentirnos parte de unos colectivos, de unos grupos, de unas tribus. Todo aquel que lo niegue es un ingenuo, un irreflexivo, un loco o simplemente un verdadero imbécil rebosante de vanidad.

La magnitud de la tribu es uno de los factores principales para determinar la estupidez y el grado de infelicidad del individuo. Por ejemplo, el apego de un padre con sus hijos no debería ser el mismo que el de un hincha de un equipo de fútbol con el resto de correligionarios. Si en cualquier caso el grado de afinidad del hincha hacia los que comparten sus colores es equiparable a la relación con su propia familia, existe un problema. De esta manera se oyen estupideces tan grandes como lo de ser seguidor de un equipo hasta la muerte, lo cual señala la presencia de un individuo con una vida anodina, cuando no realmente miserable.

Este desajuste se produce, por ejemplo, en muchas sectas religiosas y grupos de extrema derecha/ izquierda, en los que los compañeros o camaradas adquieren la categoría de hermano.

A menudo la persona delega conscientemente su libertad individual en el grupo, no siendo este hecho necesariamente negativo. Un ejemplo es la persona que recurre a la religión como medio para aliviar el dolor o para abandonar una adicción mortal. En casos como los de la madre que ha perdido a un hijo o el drogodependiente, que van a misa para sustituir el dolor y la adicción por alivio y esperanza, aquella frase de la religión es el opio del pueblo no solo carece de cualquier connotación peyorativa sino que es bienvenida.

Algunos miembros reconocen e incluso presumen de perder toda libertad de pensamiento, raciocinio y elección a favor del sentimiento hacia la tribu y el discurso oficial de esta. Tal es el caso del buen nacionalista que se precie. El nacionalista con pedigrí admira e incluso venera con ostentación los preceptos de la nación y la tribu en cuestión, sin plantearse que la nación, sus fronteras, las leyendas que la sustentan y el folclore que la adornan son creaciones temporales y humanas, que responden a circunstancias concretas en el espacio y el tiempo. Ni eternas ni divinas. Este es un pensamiento que intentan esquivar personas con amplia formación académica y capacidad racional aparente, pero también nacionalistas.

Paradójicamente, el nacionalista solo percibe la incoherencia, fragilidad e incluso perversión intrínsecas al resto de nacionalismos, no al propio.

Por otra parte, el individuo que pretende escapar de las tribus puede llegar a ser igual de irracional que aquello a lo que se niega a pertenecer. Este es el caso, entre otros muchos, de los ex fumadores radicales, algunas miembras del feminismo más rancio, los fieles irredentos a los partidos políticos y sus discursos oficiales, o algunos críticos con el nacionalismo. En todos estos ejemplos, el grado de beligerancia no debe sobrepasar los límites que marca la razón ni las causas primeras por las cuales existe el grupo. Si se sobrepasan estos extremos, aparecen las palabras obsesión y recalcitrante. En resumen, se huye de una tribu para acabar en otra.

En último término podemos verificar el grado de nocividad del apego a la tribu si ello comporta el enfrentamiento a otros individuos en grado de visceralidad. En estos casos el sentimiento vence a la razón, el individuo aniquila en él mismo lo que le hace humano e iza poderoso la bandera de la ira.