En ocasiones uno siente un nosequé. Con la vista al frente, justo en el lugar donde el horizonte reclama la atención, entre la bruma marina, el perfil de la costa africana nos recuerda que no lejos de aquí desembarcó Tarif. Es el cabo Trafalgar. Ecos marinos. Ecos de cañonazos.
Las suaves algas, arrastradas por las suaves olas, acarician la arena de una orilla que nunca es la misma pero que siempre ha estado. Mientras tanto el tímido faro guarda luto por los que se fueron. Marisucia sabe que no volverán.
La soledad del faro fue la vergüenza de una nación de cortesanos de estulticia congénita, pero el orgullo de los lugares con historia olvidados. Aunque los restos de madera y tela ya han dejado de llegar a sus costas, entre el Levante y el Poniente, aún se confunden los ruidos del fragor de la batalla. El olvido institucional es proporcional a la dignidad de los hombres que dejaron sus vidas cubiertos de heroísmo y patetismo a partes iguales.
Mientras nadie reclame abstractos derechos históricos del cabo de Trafalgar la memoria de los que murieron está a salvo. El faro recela de reojo de los fantasiosos que se inventan territorios históricos, y se acuerda de los hundidos. El faro solo quiere saber de mareas.
En ocasiones, en algunos lugares, uno siente en sus latidos el latir de los hombres. Cabo Trafalgar sigue en el olvido. Que así sea.